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viernes, 24 de enero de 2014

La guadaña del gato

                                                             La guadaña del gato




Tenía setenta y dos años y hacía uno que había enterrado a su esposa. Tenía el carácter agrio y a menudo esperaba la visita de sus hijos y nietos para quejarse por todo. Herbert era lo que se suele decir vulgarmente "un viejo cascarrabias".

Vivía en su casa en una buena zona residencial a las afueras de Bremen. Era jubilado, atrás habían quedado sus días de notario junto con su esposa, a la cual añoraba, pero no daba muestras de ello a nadie. Aunque todos los que le conocían lo intuían. La casa era de una planta, bien amueblada y con un pequeño jardín con típicas figuras de gnomos (los cuales simbolizaban el buen trato de un jardín, ya que en las leyendas ellos los cuidaban por las noches) y algunos adornos que en su tiempo le dieron un aspecto distinguido, aunque ahora estaba bastante descuidado. Dentro, un sofá de color blanco, la chimenea y el suelo de parque eran las características más destacadas de una decoración hecha por su difunta esposa y de la cual no cambiaría nada pasaran los años que pasaran.

Herbert tenía una rutina diaria, por la mañana salía por el periódico, leía las noticias y desayunaba un café largo con pastas. Al mediodía iba al bar de Marcus, donde pedía su habitual copa de vino tinto y charlaba de política con otros jubilados, que probablemente también tenían una rutina similar. Herbert conocía de sobra todos en aquella taberna.

Pero hoy no estaba de humor para salir, era el aniversario luctuoso de su esposa. Cuando pasó no le pilló por sorpresa, fueron años los que luchó contra el cáncer y fue sólo cuestión de tiempo; Herbert, aunque lo sabía, quería que viviera lo máximo posible, al menos hasta que él también muriera. Ahora lo único que podía hacer era vivir lo máximo posible.

Como cabía esperar, hoy tendría visita, sus dos hijos: el mayor de cuarenta y ocho años y la menor de cuarenta y dos vendrían con sus respectivas parejas y nietos. Vendrían a comer y aunque su visita era lo que más esperaba, no estaba de humor.

Ya tenía reservada la comida en una empresa de catering, la cual fue puntual como siempre lo había sido. El plato principal sería weihnachtsgans, que consistía en un pavo con relleno de castañas, los más jóvenes beberían coca-cola o algún refresco de esos modernos, mientras él y sus hijos disfrutarían de un excelente vino importado desde España, de un pueblo llamado Jumilla que descubrió en unas vacaciones hace años en La Manga del Mar Menor.

Lo preparó todo con cuidado, aún a su edad se encontraba bien físicamente, producto quizás de los años de ejército en su juventud, o quizás que nunca supo estar sentado en una silla mientras trabajaban por él. Era tan activo porque pensaba "si quieres hacer las cosas bien, debes hacerlas tú mismo". Herbert mantuvo esa filosofía toda su vida. Llamaron a la puerta.

Y ahí estaba la familia que entró como un torbellino de jovialidad, aire fresco que llenó su casa con nuevos olores que desde hacía un año no sentía, y aunque eso le hizo feliz, lo disimulaba magistralmente con riñas sobre los peinados de los nietos o sobre si la vestimenta de la más joven era la adecuada para salir a la calle
 - Estamos en la estación de nieve y lleva muy poca ropa para ser una señorita de buena familia - repetía, aunque sus hijos se rieran de su mal humor.

Se acercó la hora de la despedida. Había sido una reunión agradable, llena de recuerdos y anécdotas de años pasados que emocionaron al anciano, aunque sin duda, su mayor felicidad consistía en ver tan saludables a sus hijos. En el momento de despedirse el hijo mayor le miró fijamente a los ojos y queriendo decir algo Herbert le cortó rápidamente, no quería que nadie se compadeciera de él y menos su hijo. Entonces los mas pequeños dijeron que aún guardaban una sorpresa, los niños, emocionados, fueron a buscarla al coche. Parecían ilusionados y eso dejó a Herbert algo descolocado. Cuando llegaron traían consigo un trasportín de color verde, en uno de los extremos se podía ver una puerta con barrotes por los que se divisaban en su interior unos ojos amarillos que miraban fijamente a Herbert. Sin duda quería regañar a sus hijos, quería despreciar el regalo y ordenar que se lo llevaran, pero no pudo, ya sea por la ilusión de los nietos o porque algo había en esos ojos que le miraron, la cuestión es que no pudo negarse. Aquel gato naranja con el vientre blanco se llamaba Funken.

Funken era un gato tranquilo, pasaba las horas muertas mirando la ventana Apenas se movía cuando Herbert estaba en el salón, pero si él cambiaba de habitación le seguía a donde fuera, con su gesto impasible y pachón. Cuando Herbert se acomodaba, él se acomodaba, sentado sobre sus cuatro patas siempre le miraba a él o la ventana. Era un gato extraño, pensó, pero tampoco lo sabía con certeza porque jamás antes había tenido una mascota.

 En la segunda noche la vio, con su oscuro manto negro y sus ojos profundos y misteriosos capaces de provocar el sentimiento más aterrador y pavor en el más valiente de los hombres. Flotaba en el aire paralelo a él, no podía moverse de la cama y sentía como un viento frío le entraba por el oído. Era tal cual la había imaginado siempre y pronto una presión en el pecho lo asfixiaba. Estaba convencido de que moriría, pero despertó de aquella pesadilla y sobresaltado se medio incorporó en la cama. Los sudores fríos le recorrían su viejo cuerpo apareciendo y desapareciendo como agujas de hielo extremadamente molestas. Miró alrededor y buscó a tan inesperado huésped, pero solo vio aquellos ojos amarillos. Funken se sentaba en su regazo y lo miraba atentamente. Se asustó, aquel gato parecía reírse de él y con un movimiento brusco lo echó de la cama. Ahora le era casi imposible reconciliar el sueño.

Al día siguiente se sentía bastante fatigado, no había descansado debido a la pesadilla, posiblemente aquel gato le había perturbado el sueño y esta noche no le dejaría dormir en la cama, podría dejarlo fuera de la habitación pero no le gustaban las puertas cerradas dentro de la casa. Ese día tampoco le apetecía salir de casa y lo dedicó a ver la televisión en su sala de estar. Como ya venía siendo habitual, Funken no se separó en ningún momento de su nuevo dueño, lo vigilaba atentamente exceptuando las ocasiones que se quedaba embobado mirando la ventana como si echara de menos estar en el exterior o si hubiera alguna especie de animal fuera que Herbert no conseguía ver. En aquella mañana decidió observarle atentamente para adivinar qué le preocupaba a ese gato naranja.

Fue entonces cuando pasó otra vez, la vio claramente, paso unos segundos de pánico que desaparecieron con el primer parpadeo. La figura de su pesadilla estaba detrás de la ventana, en su jardín, y aquel gato lo sabía. No pudo apartar la vista presa del terror, otra vez inmóvil sin saber qué decir o hacer, pero estaba seguro de lo que había visto, en todas las décadas de su vida jamás le había fallado la vista. Cuando la extraña sensación de frío que recorría todo su cuerpo fue desapareciendo se sentó fatigado en su sofá.

¿Qué estaba pasando? Pensó que quizás se estaba volviendo loco fruto de la vejez, pero aquella alucinación le pareció demasiado real. Comía bien, hablaba bien y su memoria funcionaba aún, no veía síntomas de mal estado, así que descartó alguna enfermedad. Se relajó mientras se servía una copa de vino y miró al techo, recordó que algunos libros viejos de su pequeña biblioteca hablaban sobre apariciones y espíritus y por un momento tuvo la esperanza de encontrar una respuesta positiva, quizás en lo infinito del mundo espiritual y su desconocimiento cabía la posibilidad de que el espíritu de su mujer estuviera aún a su lado. Eso le haría sentirse mucho mejor, sí, bastante mejor.

Con aquel pensamiento positivo fue a la estantería donde guardaba una colección no pequeña de libros, muchos de incalculable valor ya que muy pocas copias habían sido salvadas de la quema en años de guerra. Herbert siempre había guardado en secreto su pasión por la literatura, le habría gustado salvar muchos más libros pero estaba satisfecho con la colección que a lo largo de los años había conseguido. Buscó el libro en cuestión y tardó un poco en encontrarlo, un libro esotérico con una gruesa capa de polvo, con la cubierta de piel y el nombre del autor medio borrado, sólo las letras "Crist" se distinguían. Se sentó y lo abrió con la esperanza de encontrar una respuesta.

Funken, mientras tanto, lo iba siguiendo a todas partes, era un gato muy silencioso y apenas maullaba. Cuando Herbert se sentó para leer el libro dio un ágil salto e intentó acomodarse en su regazo. Herbert al principio lo miró con algo de antipatía, pero la compañía de Funken en aquel momento le era bien agradecida, así que le dejó enroscarse entre sus piernas, y aunque no dormía porque esos iris amarillos le vigilaban constantemente, en su interior le daba la bienvenida a la compañía de alguien, aunque este alguien fuera un gato.

Pasó las páginas con cuidado, cada hoja parecía frágil como una copa de fino cristal, el papel era de muy baja calidad comparado con otras obras, prueba de que había muy pocas copias de aquel ejemplar. Mientras investigaba su extraño caso leía mitos y leyendas basados en demonios, ángeles, fantasmas y diversos personajes del mundo espiritual, todos acompañados de unas fantásticas ilustraciones que contenían signos que más bien parecían laberintos de líneas y pasatiempos en árabe o algún idioma oriental desconocido para Herbert. Al pasar página, casi al final del libro, quedó petrificado, helado, pues encontró lo que estaba buscando y la noticia llegó como estallido de una bomba muda. En las polvorientas páginas la ilustración era clara y la descripción también. La Muerte en su forma más siniestra era su huésped.

Obsesionado con el descubrimiento, tardó en percatarse que Funken le hacía carantoñas y se rozaba con su barbilla en busca de algunas caricias, no le hizo caso y siguió leyendo. La Muerte era la aparición por excelencia, nadie podía escapar de ella, en el retrato portaba una guadaña con la que segaba las almas de los vivos para luego llevársela al mundo de los muertos. Herbert nunca había visto la guadaña pero el dibujo era exacto, el mismo atuendo negro y aquel rostro que solo se podría describir con la palabra "miedo". Las explicaciones sobre aquella aparición eran múltiples, pero solo reparó en una:
"....es así el gato, demonio en carne viva, emisario del anticristo de 7 vidas y 7 cabezas, portador de enfermedades y de La Muerte..."

Fue en este párrafo de la escritura donde Herbert perdió la razón y se abandonó a la locura. Huyó de Funken, no quería echarlo, más bien no podía, si realmente era un demonio tendría que tener cuidado. Herbert era creyente cristiano así que rezó en busca de una respuesta y durante unos días no tuvo pesadillas. El gato le seguía a todas partes y parecía como si le entendiera, pues aunque siempre estaban en la misma sala, Funken nunca se le subía, mantenía siempre una distancia y le miraba constantemente. Nunca pudo saber qué pasaba por la cabeza de aquel diablo y alguna vez se sorprendió pensando que le apetecía acariciarlo y que un demonio no podía tener esos ojos tiernos como el caramelo. Pero recordaba que el diablo utiliza múltiples tretas y rápidamente sacaba esos pensamientos de su cabeza. Durante cuatro días mantuvo aquella tensión, después, todo fue quedando en el aire, como si de un mal sueño se tratara.
Fue viernes, aunque aquellos días de pánico ya formaban parte del pasado, seguía sin salir de casa; todo lo que necesitaba se lo llevaba a casa una vecina con la cual tenía una amistad desde hacía décadas y que después de la muerte de su esposa estaba especialmente atenta en que a Herbert no le faltara de nada. Se había vuelto todo un huraño.

Llamaron al teléfono, dos veces sonó antes de cogerlo.

- Abuelo, ¿Qué tal estas? - Era su nieta.

- Bien querida, puedo saber por qué llamas.

- Abuelo que soso eres, mi padre me había dicho que seguro que te ibas a alegrar si te llamaba, y así de paso te quería preguntar qué tal está Funken, ¿se porta bien?

- Perdona cariño mío, - Herbert sintió algo en el corazón - el gato está bien, ya nos hemos convertido en amigos.- mintió. Y sintió una emoción placentera, no le apetecía quejarse más y quería abandonarse al placer de decirle a su nieta que la quería. Su orgullo se lo impidió, pero deseó que por alguna intuición femenina ella supiera qué estaba pensando en aquel momento.

- Abuelo, se pone ahora mi padre, un beso ¡y cuídate que ya estas mayor!- Se despidió entre risas inocentes y dejó paso al hijo mayor de Herbert.

- Padre, espero que no te molestara la niña, antes de que digas nada, no sé muy bien por qué, pero desde hace un par de días siento que nunca me he sincerado contigo. Cuando se fue mamá, ni siquiera recuerdo las últimas palabras que tuve con ella y es algo que no me perdono. Jamás me ha faltado de nada, ahora veo que he sido afortunado, que nunca pasé hambre, que no nací en la incultura y que gracias a eso tengo un trabajo y una excelente familia; si tengo todo eso, es gracias a ti y a mamá. Papá, de verdad lo digo, te he querido siempre, mucho y gracias por todo lo que me has dado...si hay algo que...

- No sigas hijo...gracias... - Lágrimas caían por el rostro del anciano Herbert.

- Bueno papá, sólo tenía que decírtelo...

- Yo también te quiero hijo mío....- Herbert colgó y por primera vez en mucho tiempo, sintió que era realmente feliz. Lamentó en lo más hondo de su ser que su esposa no viviera para escuchar las palabras de su hijo.

Llegada la noche y dispuesto a disfrutar de un rato de lectura junto a la chimenea, Herbert se relamía emocionalmente en un limbo de vida hecha, donde la conversación con su hijo surtió un efecto hipnótico o quizás mágico sobre él. Solamente el maullido continuo de Funken le sacó de su letargo.
El gato maullaba de una manera bastante extraña, continuamente y mirando a la ventana que daba al jardín. El fuego estaba encendido y tuvo que acercarse un poco para ver a qué extraño animal habría visto esta vez el curioso felino. La sorpresa sin embargo no pudo ser mayor, otra vez estaba pasando, ¡La Muerte estaba detrás del cristal! Y esta vez no desapareció con el primer parpadeo, tampoco con el segundo, esta vez le miraba fija y directamente a los ojos. Venía a por él, podía leerlo perfectamente en los sonidos mudos de la expresión del horror. Dejó caer el libro que sostenía, el ruido sordo contra la alfombra le hizo preguntarse cuánto tiempo llevaba sin apartar la mirada ¿Llevaba unos segundos o unas horas? No supo por qué, pero en un movimiento poseído por la desesperación tomó el agitador de brasas y de un golpe certero atravesó el cuerpo de Funken. No emitió ningún sonido, ni siquiera dio la impresión de esquivarlo, el terror que Herbert sintió hizo que un movimiento reflejo lanzara el inerte animal al fuego. Tembló, tembló mientras el animal ardía entre las llamas y el olor a carne y pelo quemado inundaba el salón. Lentamente su mirada se desvió hacia la ventana. La Muerte se había marchado.

Aquella misma noche, en la cama matrimonial donde Herbert dormía noche tras noche, cerró los ojos y nunca más los volvería a abrir. Aquel sábado de madrugada, Herbert murió.

Hay un trayecto que todos hacemos, unos dicen que es un túnel, otros un limbo, pero a Herbert le parecía más como un pasillo oscuro donde intuías las paredes pero no podías ver absolutamente nada exceptuando el lugar por donde caminabas. A su lado, aquella figura que tanto le espantó en vida le guiaba como un compañero y se complacía de saber que en el más allá no tendría miedo otra vez. A mitad del camino la muerte se giró y habló por primera vez:


- Habría ido antes por ti...pero aquel gato no me dejaba entrar...- dijo La Muerte.

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