La guadaña del gato
Tenía
setenta y dos años y hacía uno que había enterrado a su esposa. Tenía el
carácter agrio y a menudo esperaba la visita de sus hijos y nietos para
quejarse por todo. Herbert era lo que se suele decir vulgarmente "un viejo
cascarrabias".
Vivía
en su casa en una buena zona residencial a las afueras de Bremen. Era jubilado,
atrás habían quedado sus días de notario junto con su esposa, a la cual
añoraba, pero no daba muestras de ello a nadie. Aunque todos los que le
conocían lo intuían. La casa era de una planta, bien amueblada y con un pequeño
jardín con típicas figuras de gnomos (los cuales simbolizaban el buen trato de
un jardín, ya que en las leyendas ellos los cuidaban por las noches) y algunos
adornos que en su tiempo le dieron un aspecto distinguido, aunque ahora estaba bastante
descuidado. Dentro, un sofá de color blanco, la chimenea y el suelo de parque
eran las características más destacadas de una decoración hecha por su difunta
esposa y de la cual no cambiaría nada pasaran los años que pasaran.
Herbert
tenía una rutina diaria, por la mañana salía por el periódico, leía las
noticias y desayunaba un café largo con pastas. Al mediodía iba al bar de
Marcus, donde pedía su habitual copa de vino tinto y charlaba de política con
otros jubilados, que probablemente también tenían una rutina similar. Herbert
conocía de sobra todos en aquella taberna.
Pero
hoy no estaba de humor para salir, era el aniversario luctuoso de su esposa.
Cuando pasó no le pilló por sorpresa, fueron años los que luchó contra el
cáncer y fue sólo cuestión de tiempo; Herbert, aunque lo sabía, quería que viviera
lo máximo posible, al menos hasta que él también muriera. Ahora lo único que
podía hacer era vivir lo máximo posible.
Como
cabía esperar, hoy tendría visita, sus dos hijos: el mayor de cuarenta y ocho
años y la menor de cuarenta y dos vendrían con sus respectivas parejas y
nietos. Vendrían a comer y aunque su visita era lo que más esperaba, no estaba
de humor.
Ya
tenía reservada la comida en una empresa de catering,
la cual fue puntual como siempre lo había sido. El plato principal sería weihnachtsgans,
que consistía en un pavo con relleno de castañas, los más jóvenes
beberían coca-cola o algún refresco
de esos modernos, mientras él y sus hijos disfrutarían de un excelente vino
importado desde España, de un pueblo llamado Jumilla que descubrió en unas
vacaciones hace años en La Manga
del Mar Menor.
Lo
preparó todo con cuidado, aún a su edad se encontraba bien físicamente,
producto quizás de los años de ejército en su juventud, o quizás que nunca supo
estar sentado en una silla mientras trabajaban por él. Era tan activo porque pensaba
"si quieres hacer las cosas bien, debes hacerlas tú mismo". Herbert
mantuvo esa filosofía toda su vida. Llamaron a la puerta.
Y
ahí estaba la familia que entró como un torbellino de jovialidad, aire fresco
que llenó su casa con nuevos olores que desde hacía un año no sentía, y aunque
eso le hizo feliz, lo disimulaba magistralmente con riñas sobre los peinados de
los nietos o sobre si la vestimenta de la más joven era la adecuada para salir
a la calle
- Estamos en la estación de nieve y lleva muy
poca ropa para ser una señorita de buena familia - repetía, aunque sus hijos se
rieran de su mal humor.
Se
acercó la hora de la despedida. Había sido una reunión agradable, llena de
recuerdos y anécdotas de años pasados que emocionaron al anciano, aunque sin
duda, su mayor felicidad consistía en ver tan saludables a sus hijos. En el
momento de despedirse el hijo mayor le miró fijamente a los ojos y queriendo
decir algo Herbert le cortó rápidamente, no quería que nadie se compadeciera de
él y menos su hijo. Entonces los mas pequeños dijeron que aún guardaban una
sorpresa, los niños, emocionados, fueron a buscarla al coche. Parecían
ilusionados y eso dejó a Herbert algo descolocado. Cuando llegaron traían
consigo un trasportín de color verde, en uno de los extremos se podía ver una
puerta con barrotes por los que se divisaban en su interior unos ojos amarillos
que miraban fijamente a Herbert. Sin duda quería regañar a sus hijos, quería
despreciar el regalo y ordenar que se lo llevaran, pero no pudo, ya sea por la
ilusión de los nietos o porque algo había en esos ojos que le miraron, la
cuestión es que no pudo negarse. Aquel gato naranja con el vientre blanco se
llamaba Funken.
Funken
era un gato tranquilo, pasaba las horas muertas mirando la ventana Apenas se
movía cuando Herbert estaba en el salón, pero si él cambiaba de habitación le seguía
a donde fuera, con su gesto impasible y pachón. Cuando Herbert se acomodaba, él
se acomodaba, sentado sobre sus cuatro patas siempre le miraba a él o la
ventana. Era un gato extraño, pensó, pero tampoco lo sabía con certeza porque
jamás antes había tenido una mascota.
En la segunda noche la vio, con su oscuro
manto negro y sus ojos profundos y misteriosos capaces de provocar el
sentimiento más aterrador y pavor en el más valiente de los hombres. Flotaba en
el aire paralelo a él, no podía moverse de la cama y sentía como un viento frío
le entraba por el oído. Era tal cual la había imaginado siempre y pronto una
presión en el pecho lo asfixiaba. Estaba convencido de que moriría, pero
despertó de aquella pesadilla y sobresaltado se medio incorporó en la cama. Los
sudores fríos le recorrían su viejo cuerpo apareciendo y desapareciendo como
agujas de hielo extremadamente molestas. Miró alrededor y buscó a tan
inesperado huésped, pero solo vio aquellos ojos amarillos. Funken se sentaba en
su regazo y lo miraba atentamente. Se asustó, aquel gato parecía reírse de él y
con un movimiento brusco lo echó de la cama. Ahora le era casi imposible
reconciliar el sueño.
Al
día siguiente se sentía bastante fatigado, no había descansado debido a la
pesadilla, posiblemente aquel gato le había perturbado el sueño y esta noche no
le dejaría dormir en la cama, podría dejarlo fuera de la habitación pero no le
gustaban las puertas cerradas dentro de la casa. Ese día tampoco le apetecía
salir de casa y lo dedicó a ver la televisión en su sala de estar. Como ya
venía siendo habitual, Funken no se separó en ningún momento de su nuevo dueño,
lo vigilaba atentamente exceptuando las ocasiones que se quedaba embobado
mirando la ventana como si echara de menos estar en el exterior o si hubiera
alguna especie de animal fuera que Herbert no conseguía ver. En aquella mañana
decidió observarle atentamente para adivinar qué le preocupaba a ese gato
naranja.
Fue
entonces cuando pasó otra vez, la vio claramente, paso unos segundos de pánico
que desaparecieron con el primer parpadeo. La figura de su pesadilla estaba
detrás de la ventana, en su jardín, y aquel gato lo sabía. No pudo apartar la
vista presa del terror, otra vez inmóvil sin saber qué decir o hacer, pero
estaba seguro de lo que había visto, en todas las décadas de su vida jamás le
había fallado la vista. Cuando la extraña sensación de frío que recorría todo
su cuerpo fue desapareciendo se sentó fatigado en su sofá.
¿Qué
estaba pasando? Pensó que quizás se estaba volviendo loco fruto de la vejez,
pero aquella alucinación le pareció demasiado real. Comía bien, hablaba bien y
su memoria funcionaba aún, no veía síntomas de mal estado, así que descartó
alguna enfermedad. Se relajó mientras se servía una copa de vino y miró al
techo, recordó que algunos libros viejos de su pequeña biblioteca hablaban
sobre apariciones y espíritus y por un momento tuvo la esperanza de encontrar
una respuesta positiva, quizás en lo infinito del mundo espiritual y su
desconocimiento cabía la posibilidad de que el espíritu de su mujer estuviera aún
a su lado. Eso le haría sentirse mucho mejor, sí, bastante mejor.
Con
aquel pensamiento positivo fue a la estantería donde guardaba una colección no
pequeña de libros, muchos de incalculable valor ya que muy pocas copias habían
sido salvadas de la quema en años de guerra. Herbert siempre había guardado en
secreto su pasión por la literatura, le habría gustado salvar muchos más libros
pero estaba satisfecho con la colección que a lo largo de los años había
conseguido. Buscó el libro en cuestión y tardó un poco en encontrarlo, un libro
esotérico con una gruesa capa de polvo, con la cubierta de piel y el nombre del
autor medio borrado, sólo las letras "Crist" se distinguían. Se sentó
y lo abrió con la esperanza de encontrar una respuesta.
Funken,
mientras tanto, lo iba siguiendo a todas partes, era un gato muy silencioso y
apenas maullaba. Cuando Herbert se sentó para leer el libro dio un ágil salto e
intentó acomodarse en su regazo. Herbert al principio lo miró con algo de antipatía,
pero la compañía de Funken en aquel momento le era bien agradecida, así que le
dejó enroscarse entre sus piernas, y aunque no dormía porque esos iris
amarillos le vigilaban constantemente, en su interior le daba la bienvenida a
la compañía de alguien, aunque este alguien fuera un gato.
Pasó
las páginas con cuidado, cada hoja parecía frágil como una copa de fino
cristal, el papel era de muy baja calidad comparado con otras obras, prueba de
que había muy pocas copias de aquel ejemplar. Mientras investigaba su extraño
caso leía mitos y leyendas basados en demonios, ángeles, fantasmas y diversos
personajes del mundo espiritual, todos acompañados de unas fantásticas
ilustraciones que contenían signos que más bien parecían laberintos de líneas y
pasatiempos en árabe o algún idioma oriental desconocido para Herbert. Al pasar
página, casi al final del libro, quedó petrificado, helado, pues encontró lo
que estaba buscando y la noticia llegó como estallido de una bomba muda. En las
polvorientas páginas la ilustración era clara y la descripción también. La Muerte en su forma más
siniestra era su huésped.
Obsesionado
con el descubrimiento, tardó en percatarse que Funken le hacía carantoñas y se
rozaba con su barbilla en busca de algunas caricias, no le hizo caso y siguió
leyendo. La Muerte
era la aparición por excelencia, nadie podía escapar de ella, en el retrato
portaba una guadaña con la que segaba las almas de los vivos para luego llevársela
al mundo de los muertos. Herbert nunca había visto la guadaña pero el dibujo
era exacto, el mismo atuendo negro y aquel rostro que solo se podría describir
con la palabra "miedo". Las explicaciones sobre aquella aparición
eran múltiples, pero solo reparó en una:
"....es
así el gato, demonio en carne viva, emisario del anticristo de 7 vidas y 7
cabezas, portador de enfermedades y de La Muerte.. ."
Fue
en este párrafo de la escritura donde Herbert perdió la razón y se abandonó a
la locura. Huyó de Funken, no quería echarlo, más bien no podía, si realmente
era un demonio tendría que tener cuidado. Herbert era creyente cristiano así
que rezó en busca de una respuesta y durante unos días no tuvo pesadillas. El
gato le seguía a todas partes y parecía como si le entendiera, pues aunque
siempre estaban en la misma sala, Funken nunca se le subía, mantenía siempre
una distancia y le miraba constantemente. Nunca pudo saber qué pasaba por la
cabeza de aquel diablo y alguna vez se sorprendió pensando que le apetecía
acariciarlo y que un demonio no podía tener esos ojos tiernos como el caramelo.
Pero recordaba que el diablo utiliza múltiples tretas y rápidamente sacaba esos
pensamientos de su cabeza. Durante cuatro días mantuvo aquella tensión,
después, todo fue quedando en el aire, como si de un mal sueño se tratara.
Fue
viernes, aunque aquellos días de pánico ya formaban parte del pasado, seguía
sin salir de casa; todo lo que necesitaba se lo llevaba a casa una vecina con
la cual tenía una amistad desde hacía décadas y que después de la muerte de su
esposa estaba especialmente atenta en que a Herbert no le faltara de nada. Se
había vuelto todo un huraño.
Llamaron
al teléfono, dos veces sonó antes de cogerlo.
-
Abuelo, ¿Qué tal estas? - Era su nieta.
-
Bien querida, puedo saber por qué llamas.
-
Abuelo que soso eres, mi padre me había dicho que seguro que te ibas a alegrar si
te llamaba, y así de paso te quería preguntar qué tal está Funken, ¿se porta
bien?
-
Perdona cariño mío, - Herbert sintió algo en el corazón - el gato está bien, ya
nos hemos convertido en amigos.- mintió. Y sintió una emoción placentera, no le
apetecía quejarse más y quería abandonarse al placer de decirle a su nieta que
la quería. Su orgullo se lo impidió, pero deseó que por alguna intuición
femenina ella supiera qué estaba pensando en aquel momento.
-
Abuelo, se pone ahora mi padre, un beso ¡y cuídate que ya estas mayor!- Se
despidió entre risas inocentes y dejó paso al hijo mayor de Herbert.
-
Padre, espero que no te molestara la niña, antes de que digas nada, no sé muy
bien por qué, pero desde hace un par de días siento que nunca me he sincerado
contigo. Cuando se fue mamá, ni siquiera recuerdo las últimas palabras que tuve
con ella y es algo que no me perdono. Jamás me ha faltado de nada, ahora veo
que he sido afortunado, que nunca pasé hambre, que no nací en la incultura y
que gracias a eso tengo un trabajo y una excelente familia; si tengo todo eso,
es gracias a ti y a mamá. Papá, de verdad lo digo, te he querido siempre, mucho
y gracias por todo lo que me has dado...si hay algo que...
-
No sigas hijo...gracias... - Lágrimas caían por el rostro del anciano Herbert.
-
Bueno papá, sólo tenía que decírtelo...
-
Yo también te quiero hijo mío....- Herbert colgó y por primera vez en mucho
tiempo, sintió que era realmente feliz. Lamentó en lo más hondo de su ser que
su esposa no viviera para escuchar las palabras de su hijo.
Llegada
la noche y dispuesto a disfrutar de un rato de lectura junto a la chimenea,
Herbert se relamía emocionalmente en un limbo de vida hecha, donde la
conversación con su hijo surtió un efecto hipnótico o quizás mágico sobre él.
Solamente el maullido continuo de Funken le sacó de su letargo.
El
gato maullaba de una manera bastante extraña, continuamente y mirando a la
ventana que daba al jardín. El fuego estaba encendido y tuvo que acercarse un
poco para ver a qué extraño animal habría visto esta vez el curioso felino. La
sorpresa sin embargo no pudo ser mayor, otra vez estaba pasando, ¡La Muerte estaba detrás del
cristal! Y esta vez no desapareció con el primer parpadeo, tampoco con el
segundo, esta vez le miraba fija y directamente a los ojos. Venía a por él,
podía leerlo perfectamente en los sonidos mudos de la expresión del horror. Dejó
caer el libro que sostenía, el ruido sordo contra la alfombra le hizo
preguntarse cuánto tiempo llevaba sin apartar la mirada ¿Llevaba unos segundos
o unas horas? No supo por qué, pero en un movimiento poseído por la
desesperación tomó el agitador de brasas y de un golpe certero atravesó el
cuerpo de Funken. No emitió ningún sonido, ni siquiera dio la impresión de
esquivarlo, el terror que Herbert sintió hizo que un movimiento reflejo lanzara
el inerte animal al fuego. Tembló, tembló mientras el animal ardía entre las
llamas y el olor a carne y pelo quemado inundaba el salón. Lentamente su mirada
se desvió hacia la ventana. La
Muerte se había marchado.
Aquella
misma noche, en la cama matrimonial donde Herbert dormía noche tras noche,
cerró los ojos y nunca más los volvería a abrir. Aquel sábado de madrugada,
Herbert murió.
Hay
un trayecto que todos hacemos, unos dicen que es un túnel, otros un limbo, pero
a Herbert le parecía más como un pasillo oscuro donde intuías las paredes pero
no podías ver absolutamente nada exceptuando el lugar por donde caminabas. A su
lado, aquella figura que tanto le espantó en vida le guiaba como un compañero y
se complacía de saber que en el más allá no tendría miedo otra vez. A mitad del
camino la muerte se giró y habló por primera vez:
-
Habría ido antes por ti...pero aquel gato no me dejaba entrar...- dijo La Muerte.
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